sábado, 23 de agosto de 2008

Uno más

... ¿Cómo había llegado hasta allí?, no lo sabia, el sudor, el olor, el tacto de todo aquello era como un cóctel explosivo para mi cerebro, el callejón daba vueltas en torno a mi y el crepitar del fuego producía explosiones de dolor en mis tímpanos, pero todo eso no era nada comparado con el dolor que poco a poco crecía en mi interior.


Primero pensé que me estaba mareando pero el dolor comenzó a subir y no hacia la boca, fue como una chapuzón de agua fría, poco a poco mi mente se despejaba, recordaba dejar a mi chica en casa y un escalofrío recorrió mi espalda mientras me recordaba mirando sus piernas bien formadas mientras subía la escalera hacia el portal... me vi entrando en el coche y alejándome de aquel tugurio que ella llamaba hogar, el culpable de mis pesadillas, un mal edificio, una mala calle, un mal barrio, pero no conseguía alejarla de aquello, “aun hay gente buena”, decía, “si hoy me voy yo, mañana será otro y pasado otro y al final no quedará nada bueno en el barrio”.


Odiaba darle la razón pero lo cierto es que aquello era como una montaña de mierda en la que tras escarbar, ensuciarte las manos y apestar como el resto de la sociedad, podías encontrar una de aquellas viejas monedas de oro, inmaculada, reluciente, como el tesoro de un pirata, un rayo de sol en la mas negra tempestad, una esperanza.


Pero se aquello se esfumó en un segundo.


Mientras miraba por el retrovisor del coche la primera planta del edificio estallo en llamas, los cristales de las ventanas salieron disparados en todas direcciones, paré el coche en medio de la carretera y corrí hacia allí. En la acera de enfrente un bulto ardiente se retorcía y gorgoteaba algo ininteligible, cuando me acerqué a ver qué era aquello el mundo se me cayó encima, solo podía pensar “ojalá no le haya pasado a ella lo mismo”, mis piernas me impulsaron hacia el fuego, sin ayuda crucé las llamas hasta la segunda planta.


Conforme me dirigía al final del pasillo, de algunos de los pisos salían personas corriendo, gritando, llorando... y humo, mucho humo, cuantas más puertas se abrían mas humo salía, para el fuego un edificio tan viejo como aquel era como papel de fumar.


Llegaba a mi destino cuando se abalanzaron sobre mí, el humo no me dejaba ver su cara y los gritos me impedían oír lo que decía mientras me llovían las hostias, me estaban golpeando y bien a gusto, así que me abalancé sobre la figura y debido al forcejeo terminamos cayendo por una ventana hacia la calle.


Debo reconocer que siempre que me he metido en una pelea he tenido suerte, y no poca, siempre el lugar a jugado a mi favor y esta vez no iba a ser menos, caí sobre el contenedor de la basura, la otra persona no tuvo mi suerte y oí los huesos romperse contra el asfalto.
Llegado a este punto me es fácil recordar, la amalgama de carne y huesos rotos aun respiraba mientras agarraba su cabeza, ayudándole a exhalar su ultimo aliento, aliviando su sufrimiento, acabando con su huida.


Sigo pensando que de haber echado a correr en aquel instante en que fui consciente de lo que había pasado aun seguiría en libertad, aunque ahora mismo es lo ultimo que me importa, casi doy gracias a dios de que el juez me condenara a la silla eléctrica, estoy seguro de que debo pagar por semejante crimen.


También aclaró muchas cosas, pero por aquel entonces me daban igual, que su marido fuera un pirómano y ella desapareciera mientras él estaba en prisión, que la encontrara, según parece el pobre infeliz que encontré en la calle, aquel caparazón negro que crujía con cada intento de respiración era él, le había explotado en la cara la bomba que estaba colocando, al parecer el fuego disparó el “instinto de supervivencia” de ella, y me confundió con el... el juez no me creyó cuando dije que había acabado con su vida por amor, que la quería demasiado para verla sufrir con todos los huesos rotos y respirando su propia sangre, que lo único que hice fue darle un poco de paz a una buena persona.


Mientras me atan a la silla el cura me da la extrema unción, pobre infeliz, no es de mí de quien debe apiadarse, yo me lo merezco, el alguacil me pregunta si tengo unas ultimas palabras, “si”, le contesto.


“Lo hice por amor, fue una buena obra, me pidieron una esperanza y ofrecí paz”, la gente mira como a un loco, yo lo comprendo, ellos no, eso me vale, a ella también, lo sé.


Mientras la electricidad recorre mi cuerpo y achicharra mis órganos casi puedo volver a oírla, susurrando a mi oído “Otro menos, ¿qué quedará cuando nos hayamos ido todos?”

1 comentario:

Lucía dijo...

Niño! q alegría tras ver tu comentario... como va todo?? espero q mbien!! espero q hablemos pronto, te mando un abrazo gigante desde tierras catalanas


MUA!!!!!!!!!